OA

Esquivando a todo el mundo que nos estorbaba, tratamos de la manera mas sigilosa posible, salir de la casa y perdernos en lo negro. Yo, muy precavidamente, dejé a la salida, donde nadie lo viera, un pedazo de tela que iba a ser nuestra compañera. Salimos. Agarrando los hilos entrelazados con la arena.
Empezó la búsqueda del lugar perfecto: donde llegara menos luz, pero siempre se vieran las estrellas; donde pudiéramos estar resguardados, pero no en peligro (aún en condiciones donde no me encuentro en mis cinco sentidos pienso en lo que puedo pasar); donde no pasara gente, donde no me oyeran, donde fuera.
Después de caminar un rato, encontramos las dos montañitas con un parche de arena en el centro, mis ojos no pudieron dejar pasar la gran X marcada en rojo. Era ahí, no podía ser en otro lugar.
Sin pensarlo, tiré la tela en la arena, quien iba a pensar que de poco iba a servir, porque todavía al día siguiente las roquitas seguían pegadas en mis rincones. No lo pensamos, no lo vimos venir, no lo queríamos dejar ir. Guardando un poco de cordura decidí, (como lo he hecho desde entonces en condiciones posiblemente voyeuristas) dejarme un poco de tela que me cubriera. Soy de la persona que está conmigo, no de los demás.
Él iba y venía, yo bajaba y subía, arriba las luces me hacía perder la noción del tiempo. Tanto así, que ni siquiera me di cuenta de lo que estaba pasando. Como parida por la noche, nací en el mundo del exhibicionismo. Lamentablemente no pude devolver un poco de lo que estaba ofreciendo, porque cuando los vi, ya se estaban yendo; solo sus espaldas y la mirada pícara de quien en ese momento estaba disfrutando de mi boca me contaron la historia.

Esa fue, mi primera experiencia open air, pasó muy rápido, muy borroso y de cierta manera con un poco de magia, a veces lo recuerdo verde, a veces azul, pero la mayoría del tiempo lo veo a través de unos shorts rosados.